El brunch es la promesa de una nueva clase social
aunque no sé si todos los que lo toman lo saben.
El brunch es una promesa de que tal vez un día, trabajar tanto sirva para algo más que pagar facturas.
El brunch es un poco como el pavo real que se compraban los ricos en el siglo catorce. Un animal vistoso, no necesariamente útil, que te hace creer que puedes tener más.
Más respeto, más admiración, más valor. Más libertad.
Las clases sociales que se compran el pavo real cómodamente, ni siquiera necesitan que sea realmente bonito (bueno), sólo prima que sea vistoso. Tienen el tiempo para pasearlo, para admirarlo junto a los amigos, y no les preocupa el dinero que cueste cepillarlo, alimentarlo o distraerlo, tienen el pavo real porque no supone ninguna diferencia en su vida. Simplemente, pueden.
Para las clases sociales aspiracionales (me pueden encontrar ahí sentada a su izquierda) el pavo, debe ser lo suficientemente bonito (bueno) para que pagarlo caro valga la pena. Y sobretodo debe entregar el contexto de qué algo mejor está por llegar. De que si hoy puedo tener un pavo es porque estoy en el camino de convertirme en la persona que tendrá el tiempo, la tranquilidad, la libre elección de pasar una mañana entera contemplándolo.
Tomar brunch, es la forma de reafirmar una clase social, la de pagar 50 euros por un flat white, un croissant y un trozo de pan con aguacate sin que tiemble el pulso. Tomar brunch es la forma de decirle al mundo y a uno mismo, si no es esto lo que soy, es esto en lo que quiero convertirme.
El brunch no tiene nada que ver con el paladar. Claramente, tampoco con la historia o la cultura. El brunch es un código internacional de una clase social millenial que está o quiere llegar a un punto concreto.
Es un llamado, no siempre evidente, para dejar los horarios de trabajo hasta las siete de la tarde en un estudio de arquitectura o de abogados. Es un, y si sí. Y si, existe una vida en la que tengo mucho más control sobre cómo quiero construir mis días.
El brunch no es una guerra con el pasado, ni con las raíces. El brunch, es un accidente de la globalización que provoca que la clase social alta extranjera, y local, pueda sentarse a comer un domingo por la mañana en la plaza de una clase social baja. Eso es incómodo, pero no es una guerra.
El brunch es la promesa de que una vida con más tiempo para el placer es posible. Aunque también es el reflejo de que hay vidas que tal vez nunca descubran esa posibilidad. Por eso, en ocasiones el brunch, duele.
A veces, el brunch duele porque homogeneiza. Pero debemos admitir que eso no tiene nada que ver con el extranjero, ni el nuevo rico, ni la globalización. Tiene que ver con la falta de conciencia sobre la importancia de la diversidad. Ningún gallego que arrancó robles y plantó eucaliptos pensó en eso al hacerlo, hasta que sus tierras se secaron.
El brunch es pavo real y es eucalipto. Tiene el potencial de ser una pieza de arte, un aroma, un remedio. Tiene, también, el potencial de ser superficialidad y plaga. La promesa del oro fácil.
Pero que sea lo uno o lo otro, sólo dependerá de cuánto valoren al pavo más que a la libertad que representa el pavo. Dependerá de cuántas personas decidan plantar eucaliptos, y de cuántas protejan los robles.